Dado que aún estamos en estado de alarma y no hemos retomado nuestra actividad normal—aún—,
he pensado en editar en el blog algunos escritos que hice, avuelapluma, en mi página de Instagram @florasmithbcn para amenizar este tiempo en que sufrimos de un cierto tedio. La verdad que todos estamos cansados ya de este ritmo de inactividad, pero no tenemos que bajar la guardia; es necesario que tengamos un poco mas de paciencia para finalizar con ciertas garantías que esta pandemia no nos vuelva a sorprender de manera indeseable. Sabemos todos que habrán rebrotes y picos de infección pero hemos de saber manejar nuestra vida para minimizarlos y acotarlos, manteniendo distancias y protegiéndonos unos a otros con el uso de las mascarillas.
Como estos escritos son breves y, los hashtags sobre quedarse en casa y sus sinónimos ya nos hartan, he decidido titular esta entradas con #loscuentosdeflora, confiriéndoles así un matiz mas cálido. Quiero matizar que no son cuentos propiamente, sino reflexiones, microrelatos o anécdotas contadas en prosa, en los que me apeteció crear una atmósfera intimista.
Gracias por vuestro seguimiento. Espero que los disfrutéis.
AVUELAPLUMA
Imagen de Pixabay
La muchacha trabajaba como pinche en la cocina de Hard Castle, bajo las órdenes de la cocinera, la señora Cuk —una mujer rotunda y afable—, que bregaba con aparente severidad, con los chiquillos que le enviaban del orfanato, pues se hallaban hacinados y era costumbre que algunos de los que estaban sanos, fueran acogidos por alguna ama de llaves compasiva en los muchos castillos de la rica comarca, donde los mantenían a cambio de su colaboración en los trabajos de las caballerizas, la cocina y la lavandería. Los mas correctos, agraciados y obedientes pasarían años mas tarde al servicio de aprendices, auxiliando a mayordomos y doncellas.
Así pues, los niños ayudaban en el día de mercado, traían la leña par los fogones y baldeaban la cocina a cambio de un plato caliente y algún chusco de pan.
El pacto del Sr. Purple —el dueño de aquella mansión escocesa— con el orfanato, fue recomendado por la ama de llaves —una mujer de expresión adusta, con un moño repeinado y vestida de negro hasta los botines, cuyo perfeccionismo crispaba al mas pintado; la Sra Cuk no soportaba su talante tajante y drástico y siempre que podía disimulaba o callaba las pequeñas picardías de aquellos niños hambrientos, también de cariño.
En el orfanato les habían puesto unos nombres horribles: a los gemelos, Arsénico y Bromuro, y Dolores y Angustias a las niñas , por lo que la cocinera, les adjudicó a los niños un mote cariñoso, que, a modo de juego, los niños aceptaron de buen grado y que se basaba en alguna característica peculiar de cada uno de ellos.
Y así llamó al mas menudo de los mellizos— el pelirrojo—: Shus, porque le gustaba probarse todos los zapatos que el mayordomo ponía en fila para abrillantarlos, y a su hermano, lo llamó Grin, porque le gustaba usar y revolcarse en la hierba. A la niña mediana le encantaban las magdalenas y ayudaba a la cocinera con la repostería, y por ello, le puso Keik. La niña más mayor era una adolescente rubia que solía quedarse embobada con la mirada perdida, soñando, cuando miraba el cielo o El Valle. Le gustaba mirar los pájaros en silencio, mientras tendía los manteles. Su mayor ilusión era leer las recetas de cocina, el periódico atrasado y algún libro de la biblioteca que su coetánea—Nice, la hija del señor Purple, le prestaba a escondidas de su padre.
La huérfana aprovechaba sus escuetos ratos de descanso para salir al jardín trasero—el del servicio—, para leer, tendida sobre la hierba. La señora Cuk, se asomó a la puerta y secándose las manos con el largo mandil, se ajustó la cofia sobre sus cabellos plateados; y contemplándola, sonrió. Y la llamó Sosiego.
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LOVESTORY
— De bizcochos y croquetas—.
( Créditos históricos y agradecimientos a quien corresponda)
Sabido es, que el origen del bizcocho se remonta a los tiempos de Ramsés y que las pirámides guardan su receta original. Aunque, no sería hasta el siglo XIII cuando se elaboraría con esta textura esponjosa con que lo conocemos hoy y que dicen que inventó una cocinera francesa, para deleite de un miembro de la realeza rusa que vivía en Francia.
Tambien servidas ante el rey Sol, las croquetas, quizás inventadas por el cocinero francés Luis de Bechamel—aunque algunos las atribuyen a los italianos—, fueron una delicia para el paladar y que fueron también reseñadas por escritores como Alejandro Dumas—al que imagino ensartándolas con un florete— y que también incluyó en sus recetas, nuestra Emilia Pardo Bazán.
Mas allá de las cocinas de la realeza y de los ingredientes empleados—sin duda la base de tal exquisitez—, quisiera, no obstante, hace hincapié en la importancia social de tales manjares, pues seguramente se debió a la afición de las cocineras de cada hogar.
Probablemente fueron las mujeres las que supieron divulgar la regia receta, pues sabido es que entienden del aprovechamiento de sobras, carnes y cocidos; generosas en la adición de harina, leche y huevos, impregnaron sus manos cálidas con aquella masa con la que alimentaron con cariño a sus infantes desnutridos y a sus ancianos desdentados.
Aquellos bizcochos y croquetas permanecieron en el recetario familiar hasta nuestros días, y en cada generación medraron guardadas en un cajón para, correr la receta de boca a oreja en las cocinas, al calor de los recuerdos de una entrañable historia de amor...
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Agradecimientos a Pixabay / autor/a: Nak/Nak/Nak
Hablando de cocinas, ¿sabíais que en Irlanda del Norte—en el condado de Leitrim—, existe un castillo muy interesante? Es el castillo de Dunluce, —el de esta fotografía—.
La Cocina se derrumbó en el siglo XVI y se despeñó a plomo por el acantilado, a causa de una falla en la base del acantilado de basalto, provocada seguramente por los envites del mar. Cuentan las leyendas, que solo sobrevivió el pinche de La Cocina...
Este año Sant Jordi es diferente. Este año San Jordi tiene apellido. ¡Con algo he de entretenerme! Es la primera vez que permanezco en casa sin compartir con amigos y lectores esta festividad en la parada de los libros y rosas del Barrio de Gracia en Barcelona, y la verdad que me siento extraña. Celebrar la fiesta en común, con el resto de la sociedad, es muy gratificante. Es nuestro día. El de escritores y poetas. Un día muy especial en el que, meses antes nos esforzamos en acabar nuestras obras y solemos "guardarlas" como primicia literaria del año, para presentarlas a nuestros lectores.
Sant Jordi es la fiesta de todos. Es la fiesta de los lectores, que comparten su afición y hojean y acarician los libros mientras escogen, tanto en librerías y, sobre todo las paradas de ramblas, plazas y calles de Barcelona, donde conocen de primera mano a escritores y poetas. Los talleres literarios al aire libre suelen ser una parte lúdica de la fiesta. La guinda es obtener un libro firmado por su autor. Es un ritual que proporciona gran satisfacción tanto al lector como al escritor, en un breve tiempo en el que surgen comentarios interesantes sobre la obra. Tambien es el día de las editoriales, pues incrementan las ventas y contactos en un porcentaje estimulante. Este año, gracias a las nuevas tecnologías, todo será online…
Obtendremos el producto; el libro o la rosa. Pero parte de su valor no se disfrutará. También es el día de la rosa. No hay uno sin otro. Un intercambio singular e identitario: rosa por libro. Un ritual, una costumbre que fomenta la cortesía , la ilusión y la sociabilidad, puesto las calles se llenan de gente y colorido en un clima festivo y cordial…
Pero las circunstancias este año son las que son y habrá que posponerlo para tiempos mejores. Algunos libros, en estas fechas se recibirán mediante la mensajería a domicilio, solitarios y encorsetados en un embalaje de cartón, con la entrega a distancia de los mensajeros que, fatigados ante tanto estrés y sobre esfuerzo en su trabajo,—en estos días que todo se compra en las redes— , no podrán transmitir, ni tampoco les corresponde, una entrega ilusionada puesto que no son libreros; esos que amorosamente cobijan con cuidado los libros entre sus compañeros de milhojas, apilados unos junto a otros sobre la tarima de un caballete poniendo un cubo de rosas a su vera…
También la rosa, impregnada de poesía y soledad, será entregada por la floristerías a distancia, quizás con mejor talante, puesto que la fragilidad de la rosa es un valor añadido para el esmero del mensajero.
Sant Jordi 2020
Quizás alguna rosa furtiva, nostálgica y solitaria visite las calles antaño repletas de gente, llorando su desdicha, buscando un libro furtivo o una mano caritativa que la recoja de suelo, para regalarla a alguien, antes de que el paso del tiempo la marchite. El dragón permanecerá —con mascarilla—al pie de la torre de la princesa, velando para que no salga en busca de su amado. Y Sant Jordi —El Confinado— no saldrá del castillo hasta que las huestes de Virus Coronado, abandonen el sitio...
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Por otra parte, es un año magnífico y excepcional, en que la contaminación ha descendido muchísimo desde que se inició el confinamiento. No hay aviones en el cielo, que luce un azul no conocido, precioso. Los animales salen de sus escondrijos visitando las ciudades, curioseando un entorno que les fue arrebatado por la acción del hombre y que limita con el asfalto, el ruido de la maquinaria de de y las miles de personas que los asustamos cotidianamente por tierra mar y aire.
El silencio presente en estos días es abrumador. Mágico. Magnífico. Se escucha el canto de los pájaros y las gotas de la lluvia en medio de la ciudad, donde se respira mucho mejor. Abril ha recuperado sus aguas mil y nos regala un contraste de colores tus las cortinas de lluvia; lágrimas del cielo, que seguramente son de felicidad… Un año de cambios y contrastes. Un año duro y esperanzador. Ciertamente la economía se resentirá, porque el virus y el confinamiento se ha producido sin apenas avisar. Sin embargo, no puedo menos que, como tantas ocurrencias, en lo beneficioso que sería que, cada año, se disminuyera de manera programada la actividad industrial, el consumo y la actividad humana; la movilidad durante un período de quince días, en todo el mundo. El planeta respiraría, se autolimpiaría; le daríamos una posibilidad de regenerar el daño que le infringimos y que a su vez impacta en nuestra salud. Lograr aunar una limpieza mundial en que por espacio, por ejemplo de una semana, se retiraran basuras, plásticos y residuos del medio ambiente, además del plan de recuperación habitual que ya debiera estar implantado por los gobiernos de los diversos países, es imprescindible un pan mundial de limpieza, reducción, recuperación y reutilizaron de residuos. Es imprescindible observar y entender, que el envenenamiento que provocamos en el planeta revierte en nosotros y en el resto de especies de tierra mar y aire. La humanidad está provocando su propia degeneración con la destrucción de su medio natural. El cambio está aquí si queremos asumirlo. Un gran reto… ¿Dragones? ¡Nimiedades!
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En este día excepcional y extraño, comparto excepcionalmente, tres relatos en esta entrada de Sant Jordi, acorde con la festividad que nos ocupa, por si os apetece leer y pasar de mejor manera esta festividad. [— San Jordi - sigue- vivo- en- las- redes— ]
El primero está reeditado de una entrada antigua del blog. Otro está editado en mi página de Instagram @florasmithbcn — que os invito a visitar— ; y el último es inédito, para conmemorar este año 2020 y el que da título a esta página.
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Cuando me pongo a escribir, suelo disfrutar de la habitual compañía sosegada de mis perros que se acomodan junto a mi, al lado o debajo del escritorio y allí permanecen todo el tiempo que dedico a la escritura, sumergida en mis mundos y navegando en mis sueños. Creo que a mis perros les arrulla el ritmo del tecleo de la vieja máquina de escribir, pues se pasan horas dormitando tumbados cerca de mis pies y cuando paro de teclear, mueven las orejas y suspiran. Quizás sueñan o se imaginan historias…¡Quien sabe!
CUENTO I LA ARMADURA
Todo ocurrió súbitamente ayer por la tarde, mientras escribía. Mis perros dieron un respingo y salieron corriendo y ladrando insistentemente hacia la puerta. Olfatearon la rendija que hay entre la puerta y el suelo — por la que se filtraban algunos hilillos desmadejados de humo negro—. Gus y Yak gemían nerviosos de pura desazón, arañando la puerta con las patas y ladrando con ansiedad. Pensé que había un incendio y me alarmé. Pero unos fuertes golpes—como de algo metálico—, resonaron tras la puerta, en el rellano de la escalera. Y deduje que, o ya habían llegado los bomberos y estaban intentando descerrajar la puerta del vecino—, o bien que ocurría algo extraño y misterioso.
Como no oía voces ni sirena alguna, me dispuse a indagar lo que ocurría—eso sí, muerta de miedo—. Asustada ante aquellos extraños golpes, cogí una espada de mano que tenía colgada en la pared—que era un recuerdo de mi padre, pues había sido herrero— y seguidamente destrabé el cerrojo y me puse en guardia, levantando la espada aunque me temblaban las piernas; armándome de valor, ordené a los perros que se apartaran mientras metía el pie en la abertura y con un gesto decidido abrí la puerta con él.
Cual fue mi sorpresa al descubrir que, tras las volutas de humo había un pequeño y tímido dragón, con unos grandes ojos llorosos. Con mirada suplicante y con expresión asustada, se protegía con sus patitas tras el escudo de su atacante, que lo empujaba contra la pared. El animalito gemía desconsolado enroscando su cola, mientras unas diminutas llamas humeantes salían de su naricilla. Frente a él, agrediéndole ensimismado, había un apuesto caballero vestido con una armadura tiznada, que lucía un conocido blasón. Blandía su espada bastarda muy obcecado, cortando el aire a diestro y siniestro y no con buenas intenciones, a la vista de lo que contemplaban mis ojos.
—¡Ven aquí, monstruo! ¡Bestia inmunda! —gritó con rabia. ¡Pelea!
—¡Basta ya! —grité con ganas.
Sorprendido ante mi súbita entrada en escena, el caballero se quedó atónito; paralizado. A modo de cómic podía describirse así: caballero chamuscado; inmóvil; con la espada levantada y boquiabierto, con los ojos salidos de sus órbitas, asomando por fuera de su yelmo. La espada en alto pesa mucho y vence con su peso el equilibrio del caballero, que da un traspiés y cae hacia atrás. Fin de la escena.
Entonces, reconocí quien era. Y reaccioné con un grito para llamar su atención:
—¡Eh..! ¡Tú! ¿Pero se puede saber que estás haciendo?
—Cumplo con mi cometido…— contestó con voz grave y con porte muy ufano— .
—Ya... ¡Ya se lo que pretendes! ¡Cada año lo mismo! ¡Bruto! ¡Desalmado! Anda—dije apoyando mi espada en el mueble de la entrada del piso. ¡Toma! ¡A ver si te atreves con esto!—grité retándolo—, mientras le lanzaba el montón de libros que tenía apilados sobre la mesilla del recibidor para devolverlos a la biblioteca.
Viéndome tan cabreada, aquel hombre vestido de hierro reaccionó instintivamente y soltó la espada para coger los libros que le había tirado a la altura de su cara, —seguramente para protegerse del peso de tanto conocimiento—.
Mientras, el pequeño dragón pasó por mi lado como una exhalación humeante y se refugió en mi casa. Los perros ladraban ansiosos ante todo lo que ocurría sin saber que hacer, cuando de pronto, el maldito escudo resbaló escaleras abajo armando un estruendo colosal, dando tumbos de peldaño en peldaño; los canes se asustaron y también corrieron al interior de la casa para refugiarse con la cola entre las patas. Los vecinos ni se atrevieron a salir a ver que pasaba. Pero seguro que mas de uno debía estar fisgoneando en silencio por la mirilla de la puerta.
Con los brazos en jarras, miré al apuesto caballero de la cabeza a los pies y le dije:
-¡Pero bueeeeno! ¿Te das cuenta de la que estás liando? Seguro que suben la derrama de la comunidad con tal estropicio.
—Pero si yo no…
¡Ahh!…—Veo que en el fondo valoras los libros, puesto que has soltado la espada, en vez de cortarlos por la mitad. No sé porqué te da vergüenza reconocerlo. ¿Qué pasa, que no hay otra manera de solucionar los conflictos que a golpe de espada? ¡Qué desastre! Anda, toma —dije ya más calmada, dándole unas monedas—, ¡que seguro que no llevas bolsillo donde llevar dinero en esas mallas!
(Y dicho esto, ví que le sentaban la mar de bien.)
El caballero aguantó estoicamente el chaparrón en silencio. Seguramente porque le había quedado trabado el barbote del yelmo, del cual tiraba con fuerza para poder zafarse de él. Entonces le dije:
—Ve a la floristería que hay en la esquina y cómprale una rosa al dragón, que el libro ya se lo regalo yo—añadí muy resuelta. Al fin y al cabo también es un personaje relevante en esta historia. ¿No crees?
—Bien mirado, tiene razón mi señora—dijo el caballero—, quitándose por fin el yelmo y atusándose los largos cabellos negros que ahora enmarcaban su cara sudorosa.¡Que sería de mí sin él!
(¡La verdad que era guapo el puñetero…! ¡Qué ojazos!)
— Voy a ver como está el dragoncito ¡No tardes!
— Pero si me permite, yo …
—¿A qué estás esperando...? ¡Corre, que van a cerrar! Voy a prepararte una tila y un tentempié para cuando vuelvas, a ver si te calmas, que seguro que no has comido nada.
El caso es que Jorge no se atrevió a decir nada más y traspasó el dintel cargado con los libros; los dejó sobre el recibidor y bajó corriendo las escaleras de tres en tres, diciendo:
—Esperadme bella dama, que no he de tardar…
Una cascada de sonidos metálicos como de quincalla, delató un fortuito traspiés con su emblemático escudo, pues la luz de la escalera se había apagado inoportunamente. Cerré la puerta resoplando y arremangándome el jersey, pues todo esto me había puesto de los nervios y últimamente enseguida me acaloro.
—¡Cada año igual! (murmuré contrariada).
Y me fui a ver por donde andaba el pequeño dragón. Lo busqué aquí y allá y no estaba en las habitaciones ni la cocina. Y los perros tampoco. Intuí lo que ocurría y me dirigí hacia mi dormitorio donde vi la puerta entreabierta y allí afuera, en el balcón, estaban los tres. Llamas—que así se llamaba el tímido dragón—, estaba acurrucado junto a mis perros, implorándome con su mirada que lo dejara refugiarse allí. Me agaché a acariciarlo y se tranquilizó. En esto, que una nube luminiscente nos envolvió...
……….
¡Ding, dong!
— Ya voy, ya voy — dijo mientras iba apresuradamente hacia la puerta. ¡Hola Jordi, que sorpresa!
— Toma, es para ti — dijo su apuesto vecino ofreciéndole un rosa roja—. ¿Puedo pasar? —preguntó mientras se quitaba las gafas y se atusaba el largo cabello oscuro, esperando impaciente en el dintel.
—¡Muchas gracias…! Que sorpresa, chico! ¡ Uy, disculpa! Pasa, pasa, que estoy un poco atontada. Llevo toda la tarde escribiendo y ni siquiera me he levantado para tomar un café—dijo—recogién-dose el cabello y arremangándose el jersey, pues últimamente se acaloraba por nada. Espera un momento que ahora tomamos un trozo de pastel si te apetece. ¿O te apetece mejor una cerveza y algo salado?
—Mejor algo dulce a estas horas…
—Vale, pero antes voy a apagar el ordenador, que está ardiendo —dijo con la rosa aún en su mano.
Jordi entró en el piso, y siguió los pasos de su vecina, por la que suspiraba desde hacía tiempo. Mientras, el joven contempló fascinado la cantidad ingente de libros que había las estanterías del salón. Y se puso a hojear algunos. A su lado había una máquina de escribir antigua: la carcasa era negra con el teclado redondo y con un reborde metálico—ese que fue la pesadilla de los dedos de los escritores noveles de antaño—, que descansaba sobre una mesa de madera tallada, también antigua.
—Tu biblioteca parece un museo —dijo en voz alta. No me había fijado. ¡Que barbaridad!
Mmmm...
— Espera, que no se qué dices. Estoy guardando lo último en el disco externo, no sea caso que lo pierda si se me estropea. ¡Que llevo un día, que ni te cuento!
— Cuenta, cuenta..¿que novela estás escribiendo ahora? —preguntó acercándose a su voluptuosa vecina.
La joven se hallaba inclinada, apoyada sobre la mesa. Sus caderas atrapaban como un imán la mirada de Jordi, al que le salían sus ojos de las órbitas.
—Sigo con aquella historia de la Orden de los Caballeros— contestó ella. Pero hoy estoy liada con un relato sobre la festividad, para relajarme un poco. Bueno, ¡ya está! Ven, que voy a ponerla en agua.
Y el la siguió en silencio. Musa puso el tallo de la rosa entre sus labios, mientras llenaba un jarrón con agua en la cocina. Y haciendo equilibrios para que no rebosara el agua, anduvo lentamente y dejó el jarrón sobre la mesilla de su dormitorio, sobre un posavasos.
—¿Una historia de Caballeros con yelmo y armadura? —dijo Jordi emulando a un caballero, con su espada imaginaria cortando el aire a diestro y siniestro, siguiéndola hasta la puerta del dormitorio.
—Si, claro.
¡Ejem!
—¿Puedo pasar? -preguntó Jordi mientras andaba hacia ella.
Y quitándose por fin su armadura, se puso trás aquella muchacha que le había encandilado desde que llegara a vivir en aquel viejo edificio, a pie de playa; y acarició sus cabellos con delicadeza y en silencio, recogiéndolos con sus dedos. Y entonces la besó en la mejilla. El espejo del tocador mostraba la escena de la muchacha sonriendo con la rosa en la mano, mientras Jordi recorría el cuello de la muchacha lentamente con sus labios, rodeando con sus brazos el talle de la muchacha desde atrás. Ella permaneció en silencio. Entonces Jordi levantó la mirada y la contempló en el espejo.
—Pues si —dijo la muchacha mirándolo a su vez. Puedes pasar, aunque lo preguntas un poco tarde —contestó— mientras sonreía satisfecha-.
Y se giró, mirándolo embelesada. Entonces con la rosa recorrió lentamente los labios de su apuesto vecino.
—Me gustaría leer algún capítulo…—dijo él en un susurro y con una mirada más que sugerente.
—Puedes leer el libro entero si quieres —dijo Musa. Y entonces lo besó en los labios, dejando caer la rosa al suelo.
De hecho, aquella tarde comenzó una nueva historia.
A la mañana siguiente, los restos de un delicioso desayuno salpicaban la bandeja que había sobre el tocador. Y los pétalos de la rosa, yacían sobre la cama. Musa, envuelta en un salto de cama transparente, cepilló su cabello ante el espejo del tocador haciendo tiempo. Jordi abrió la puerta que daba al balcón del dormitorio y contempló el mar mientras apuraba el café de su taza. La muchacha se acercó a él y lo abrazó con ternura. Luego lo cogió de la mano y ambos regresaron al interior de la alcoba. Al lado de la puerta, sobre unas esteras, dormitaban Gus y Yak. A su lado había una curiosa figura petrificada: un pequeño y tímido dragón, que solo cobra vida cada veintitrés de abril, desde hace siglos...
…………….
La leyenda se ha conjurado con este cuento, en que por fortuna nadie ha resultado herido.
***
CUENTO II
UNA HISTORIA DIFERENTE
Érase una vez, un caballero llamado Jordi—de la corte de Traspiés, señor del condado—, que tenía como mascota a un dragón verde muy grande: Llamas, que era vuestro bisabuelo.
Traspiés quería que sus caballeros fueran sanguinarios y que se partieran el yelmo por defender sus tierras, mientras él se ocupaba de las princesas de su castillo, defendido por una gran muralla y un foso con dragones rojos. En el castillo había una princesa llamada Rosa, a la que el señor del condado no había llegado a conocer, pues se escondía de él. Le infundía miedo.
Ella estaba enamorada de Jordi y éste le correspondía. Cada tarde Jordi y Rosa se veían a escondidas en la biblioteca. Llamas vigilaba para que no los sorprendieran y mientras, se entretenía leyendo un libro y comía algunas grosellas, pues sabido es, que a los dragones les encantan.
Pero el conde de Traspiés, entró por una puerta secreta de la biblioteca, y, enfurecido ordenó al caballero Jordi como castigo, que matara a su cómplice, el dragón, tras las murallas del castillo, y que luego se fuera, desterrado para siempre. So pena de muerte.
Montado en su caballo Jordi cruzó el puente levadizo con un libro y algunas grosellas ocultas bajo su armadura. Los soldados se llevaron a Llamas para que lo matara frente a las murallas, delante de todos. Y a Rosa la recluyeron para siempre en una mazmorra que había cerca de la torre, ya que rechazó las lisonjas del señor del castillo.
Tras las murallas, Jordi le guiño un ojo al dragón, que, haciendo ver que aleteaba para defenderse, cogió el libro al vuelo y algunas grosellas en con la boca. El caballero Jordi clavó su lanza sobre el libro que el dragón se puso en el costado. Un zumo rojo tiñó la boca de llamas, que se hizo el muerto.
La gente aplaudió entusiasmada ante la supuesta sanguinaria escena. Traspiés se retiró satisfecho a sus aposentos, pero en el balcón se tropezó con el cronista del reino, que estaba a su lado. Pero el libro cayó al foso y se quemó. Viendo que el dragón seguía vivo y que habían urdido un engaño y habían huido, el señor del castillo haría falsear la historia para siempre, para evitar el ridículo.
Dicen las leyendas que los aldeanos transmiten de boca a oreja, la historia cierta, pues el conde de Traspiés, prohibió escribir y publicar cualquier historia que no hubiera pasado por sus censores.
Pero lo cierto es que el dragón rescató a Rosa y ambos se reunieron con Jordi en el país vecino, donde estaba desterrado. La población donde se asentaron, llamada Incunables, y desde entonces, Jordi y el dragón rescataron los libros genuinos, antes de que el Sr. de Traspiés los requisara, y con ellos abrieron una librería en el pueblo, que los colmó de felicidad. Como el dragón era muy grande y no cabía por la puerta, un hechicero del pueblo hizo un conjuro y Llamas paso a ser un dragón con un tamaño mas pequeño y volaba a placer por los altos techos de la librería, donde escogía los libros para los clientes. Le gustaba tanto leer, que le costaba desprenderse de ellos. Así fue como me lo contaron...
Llamas, guardian de los libros
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CUENTO - III
SANT JORDI "EL CONFINADO".
Érase una vez, un caballero mercenario llamado Odón El Cruel, que cabalgaba por los verdeantes páramos de un país llamado Ignorantia Supina—regentado por el rey Narh Ciso I—. Como en muchas otras ocasiones, sus andanzas eran financiadas un malvado conde, que pretendía —a poco que pudiera—, derrocar a su regente. Odón el Cruel, seguido por sus secuaces, iba de castillo en castillo, secuestrando damiselas y doncellas para llevarlas ante el conde de Enaguazar, quien las recluía para confinarlas a modo de harén. También requisaba, por indicación expresa de su protector, todos los libros, legajos e incunables que cada castillo, monasterio o abadía, guardaban con celo, con el encargo de secuestrar a escribientes, maestros y poetas, pues el conde quería a toda costa, suprimir las fuentes del saber. Entre ellos estaba el caballero Jordi, un noble inquieto que desde pequeño había sido instruido en la lectura y la escritura por un monje, un amigo de su padre, algo inusual en su profesión de armas. Fue capturado y metido en un carro, como los demás.
A su llegada al castillo del Homenaje, Odón El Cruel, espoleó, chulesco, su caballo negro para ensalzar su hazaña y cruzó el puente levadizo seguido por una comitiva de truhanes y algunas carretas repletas de prisioneros; otras muchas estaban cargadas hasta las trancas con libros y pergaminos de todos los tamaños. En el centro del patio de armas, hizo descargar carros y carretas de libros y legajos y luego entregó a las mujeres al conde de Enaguazar, que fueron confinadas en una de las cuatro torres esquineras del castillo amurallado.
En el foso, al pie de dicha torre, dos dragones rojos custodiaron a las doncellas para evitar que escaparan ; a Rosa—la única princesa del grupo—, la habían separado del resto por su belleza y su origen, pues procedía de noble cuna; ésta, junto al resto de prisioneros, anduvo por el camino de ronda hasta llegar a la torre gemela, donde dos dragones verdes separaron con sus llamas a los monjes y escribientes. Por deferencia a su nobleza, el caballero Jordi fue confinado en la torre cercana a la barbacana, en la entrada al recinto amurallado, donde disponía de ciertas comodidades con las que soportar mejor su confinamiento; al fin y al cabo, el conde de Enaguazar, pretendía obtener un buen rescate por él. Le convenía que mantuviera su buena apariencia y buena salud. Por este motivo, puso a Drac —un dragón gris, domesticado—, procedente de la nobleza de un reino de ultramar, que había ganado en una apuesta—, y lo mandó al mismo el calabozo, para custodiar y acompañar al caballero.
Pero sabido es, que los dragones grises tienen la virtud de cambiar su apariencia y que solo lanzan llamas en situaciones límite, pues tienen un carácter afable y les gusta la lectura, ya que sus antepasados protegieron escritos valiosos; en uno de los libros requisados por Enaguazar había referencias a esta historia ancestral, pero como el conde —ni quiso saber de libros, ni sabia leer—, no supo de esta peculiaridad.
Al otro lado, de la barbacana, en la torre homóloga, el conde hizo confinar a la princesa Rosa, a la que pensaba ofrecer como presente al rey Narh Ciso I, para congraciarse con él y obtener mas tierras y poder. Allí, en las altas y picudas torres de la antigua fortaleza, las doncellas permanecieron cautivas, a merced del malvado conde, que las requería a su antojo. Una vez al día las dejaba salir, para que cogieran cada una de ellas y llevaran sobre la cabeza—tres o cuatro libros de los requisados en castillos y abadías del condado—. Tanto Jordi, como Rosa, contemplaron extrañados la comitiva literaria desde sus respectivas ventanas, preguntándose que harían con ellos.
El conde estableció una especie de juego en el que las muchachas debían de mantener el equilibrio, burlándose de ellas y poniéndoles como prenda, el pasar una noche con él si un libro caía al suelo; luego les obligaba a quemar los libros en la chimenea del salón. En una de estas noches, estuvo presente el caballero Jordi, pues el conde lo llamó para que escribiera una carta a su padre, para pedir su el rescate y darle fe de vida. Allí observó como las muchachas estaban allí contra su voluntad y empatizó con la angustia a que estaban sometidas; también contempló con tristeza, como ardían aquellos volúmenes repletos de palabras, ideas, historia y sueños… Y susurró a una de las doncellas un breve mensaje con disimulo; la muchacha asintió.
Jordi volvió custodiado a su confinamiento en la torre, donde lo esperaba el dragón, con el que había hecho buenas migas. Drac conocía a un búho enorme llamado Nit, que cada noche se posaba en el tejado. El dragón propuso a Jordi que su plumífero amigo podría, cada noche, llevar un extremo de un largo cordaje que había guardado en una celda del primer piso de la torre, junto a otros pequeños objetos de las herrerías. Jordi pensó, que, con unas poleas o motones, podrían enlazar un artilugio corredero que permitiera conectar una ventana con otra, ya que las torres se ubicaban en los vértices de la grisácea muralla. Y así lo organizaron. Tendrían que ser cautos para que la guardia nocturna no percibiera sus movimientos y tendrían que recogerlo todo antes del amanecer.
Pasaron algunos días. Mientras, en el salón, el conde comía y bebía a placer hasta que, saciado, ordenó llevar a sus aposentos, de buen grado, o a la fuerza, a aquellas muchachas, que, viendo que solas eran muy vulnerables, se dieron apoyo unas a otras y confabularon en unirse contra al sometimiento del malvado conde. Convinieron entre ellas, que—como por la fuerza no podrían librarse de él— , tendrían que hacer uso de la picaresca; así convinieron que, a todas debían caérseles los libros, del que guardarían uno cada una, bajo sus enaguas, a fin de preservarlo de las llamas. Y cuando las reunieran a todas en la alcoba del conde, dilatarían el tiempo, contándole historias de reinos imaginarios y condes poderosos, para entretenerlo; así podrían preservar las muchachas su virtud. Así lo lisonjearon y le ofrecieron vinos y licores, hasta que ebrio, se durmió profundamente y así pudieron librarse de él, haciéndole creer por la mañana que habían disfrutado de una noche placentera.
Algunas de ellas, antes que los guardias las condujeran de nuevo a sus aposentos de la torre, sujetaron el libro rescatado,—como les había pedido Jordi el caballero—, y, recogiendo su vestido con una mano, dieron conversación a los soldados y los hicieron sonreír con ocurrencias para distraerlos y que no se fijaran en los vestidos; así fueron recuperando algunos ejemplares, que escondieron en sus aposentos, en la torre almenada, pues, aunque algunas no sabían leer, no querían que el saber se consumiera en las llamas.
Pasaron unos dias. Una noche, recibieron con sorpresa la visita de un búho en el alféizar de la ventana. Traía un mensaje. Una de las doncellas que sabía leer, les dijo que a la noche siguiente el búho traería una cuerda que debía sujetar a una de las argollas que todas las torres tenían empotradas para encadenar a los cautivos rebeldes, y debían colgar allí los libros con unos saquitos de tela para que el caballero Jordi pudiera recibirlos en su confinamiento, ya que el dragón podía esconder tras sus alas, algunas de las pilas de libros almacenadas y, puesto que él siempre permanecía en la torre y los soldados no se acercaban al dragón, cuando el conde requería la presencia del caballero Jordi, no los descubrirían.
Durante el día Jordi y Drac, pasaban las horas leyendo placenteramente los libros rescatados. Incluso el dragón disfrutaba clasificando incunables, crónicas y libros antiguos de caballerías, donde pudo reconocer a algunos de sus antepasados. Y aquel dragón gris, pasó los días muy entretenido junto a Jordi. Se había convertido en un dragón lector.
Rosa, la princesa, también leía, confinada, en una alcoba de la cuarta torre, pues su doncella era novia de uno de los guardias del patio de armas y le pudo conseguir algunos ejemplares. Rosa estaba reservada para el rey Narh Ciso I. Por ello gozaba de cuidados y disponía de una doncella personal. Enaguazar pretendía derrocar al rey a la menor oportunidad, y hacerse con sus riquezas, joyas y pertenencias, entre las que estaba Rosa. Pensaba ofrecerla al rey, para luego recuperarla.
Drac, Jordi, Rosa, y las doncellas, confinados en sus respectivas torres, se habían saludado desde la ventana; incluso intercambiaban libros por las noches, con una cuerda y una polea, a modo de tirolina, pues las doncellas, cada noche rescataban los libros que podían, llegando a coser unas bolsas bajo las enaguas, para poder ocultar más libros.
Llegó por fin un día de gran celebración en el condado: el día de la Justa de Enaguazar. Cada año, el 23 de abril, en el castillo del Homenaje, el conde mandaba hacer una pira de libros enorme, en el centro del patio de armas. Allí organizaba una ceremonia ritual bajo palio, que acababa con un gran festín, con el que agasajaba a caballeros y senescales del reino, con la intención de congraciarse con ellos y así ganar aliados para destronar a su rey. Aquel año, también invitó a Odón el Cruel. El señor del castillo lo hizo sentar a su lado como lugar de honor y mientras comían un venado asado, le encargó que negociara con el padre de Jordi, el marqués de Lahcultura, el canje de su hijo, so pena de muerte si no aceptaba el precio que le pedía, que no era poco.
Por otra parte, Enaguazar hacía vigilar a Rosa día y noche pero, como ella se había encerrado en su alcoba a cal y canto, admitiendo tan solo la comida que su doncella le llevaba una vez al día, sospechó que quisiera escaparse. ¡Y eso no lo podía consentir!
Mientras limpiaban los restos de la fiesta en el crepúsculo de aquél 23 de abril, el soldado que custodiaba el pasillo que conducía a la alcoba, escuchó un ruido sospechoso y dio la alarma.
Avisado el conde, forzó la puerta de la alcoba y apartando a la doncella de un manotazo, contempló atónito, como la princesa Rosa, —que había saltado por la ventana—, estaba llegando a la torre del dragón, colgada de una tirolina, con el peso de sus ropajes balanceándola peligrosamente. Un soldado cortó con un tajo de su espada, la cuerda que estaba atada al soporte de una antorcha y a una pesada mesa de nogal, pero ya era tarde. El conde, enfurecido al ver que el dragón la había salvado, hizo sitiar la torre y ordenó prenderle fuego para que Drac, Jordi y Rosa tuvieran que salir, o morir allí quemados. ¡Tamaña afrenta no podía consentirla en su propio castillo el señor de Enaguazar!
Odón el Cruel, se quitó la cota de malla y el verdugo, para subir con mas agilidad por la escalera de caracol de la torre y armado con su espada gritó con rabia y subió decidido a resarcir al conde de aquel disgusto. Simultáneamente, Drac bajó lanzando una gran llamarada que chamuscó a Odón y al resto de soldados, que quedaron fuera de combate y carbonizados, tendidos en el suelo, algunos muertos y otros inconscientes...
Drac salió al paso del camino de ronda que había entre las torres, con la princesa Rosa atada con un arnés a su lomo, donde llevaba un fardo de libros. Y levantó el vuelo. Jordi cogió entonces la espada de Odón El Cruel y con ella amenazó al conde, que, haciendo un gesto mohíno, se subió a una de las almenas del camino de ronda, donde Rosa —gracias a un vuelo rasante de Drac—, le lanzó un grueso libro a la cabeza, titulado La Justa; y gracias a él, el malvado Enaguazar cayó al foso del castillo. Y, no sabiendo nadar, se ahogó.
Jordi fue apresuradamente a rescatar a las doncellas de la torre, mientras Drac achicharraba a los pocos soldados que quedaban, y exigió lealtad a los dragones rojos, que, asustados ante la potente llamada de Drac, decidieron obedecerle. Las muchachas salieron en tropel, gritando de alegría, y cogiendo al caballero Jordi, lo mantearon elogiándolo. El dragón gris hizo lo propio con los dragones verdes del foso y Rosa liberó a los monjes y escribientes, que no se habían enterado de la misa la mitad, pues habían estado rezando arrodillados mirando al suelo. Todos los cautivos se reunieron finalmente en el patio de armas y comieron los restos del festín. Luego cargaron los libros que aun quedaban, en los carros y los pusieron a cubierto, hasta que destinaran una de las estancias para la biblioteca.
Tan entusiasmados estaban, que no se dieron cuenta que Odón, a duras penas, había logrado levantarse y se había descolgado desde las almenas, por el adarve, sorprendiéndolos. Jordi le lanzó un pesado verdugo de malla a la cara, para apabullarlo y le dio un puñetazo que lo hizo tambalear, pero el fornido truhán, logró recobrar su compostura. Entonces cogió a Jordi por el gaznate apretando su cuello para ahogarlo. Súbitamente, la mirada del mercenario se tornó difusa y sus manos se aflojaron. Rosa le había dado un fuerte golpe con un grueso libro encuadernado en piel con herrajes, perteneciente a Los Libros de Horas, de una colección de historia. A resultas de ello, una vez recuperado del tremendo librazo, quedó con secuelas y no recuperó la memoria. Algunos dragones comenzaron a dar coletazos y llamaradas, pues Odón era dueño de algunos de ellos. Drac, con una gran llamarada, puso a los dragones firmes y una vez calmados, los liberó para que volvieran a sus lugares de origen y no volvieran nunca mas.
Rosa y Jordi tomaron posesión del castillo. Unos meses mas tarde allí se casaron. A Odón, lo llamaron a partir de entonces, Odón El bondadoso, pues era afable y presto a ayudar a todo el mundo. Algunas doncellas se fueron a otros condados en busca de aventuras y otras se quedaron en la corte, organizando justas para que acudieran valerosos caballeros con los que pasar un buen rato, o toda la vida, según se terciara. Al rey Narh Ciso I, le regalaron un gran espejo para que se entretuviera y no apareciera por sus tierras y también le enviaron a los monjes, para que escribieran la vida de la corte del rey para la posteridad. Los escribientes quedaron en el castillo a cargo de la biblioteca y las crónicas del condado. Algunos también escribieron cuentos, novelas y leyendas. Drac desempeñó un puesto de vigía en la torre, aunque, a menudo llevaba a Rosa en su lomo, para buscar setas, flores y plantas medicinales. Mientras paseaban, se contaban lindas historias que habían leído aquí y allá, pues entre ellos se había creado un lazo entrañable.
A partir de entonces, en el castillo del Homenaje, cada Año, Jordi y Rosa convocaron la gran Justa del Libro, al que acudían caballeros y doncellas, magos, bufones, matronas y saltimbanquis; y algún que otro curandero; también herreros y escribientes. Diseñaron para la fiesta, un estandarte de color morado, donde hicieron bordar un libro y una rosa.
***
Reedito en esta entrada una inolvidable canción, acompañada por un bonito vídeo, cuyas escenas nos permitirán recordar tiempos pasados y vivir la ficción que estamos en la calle, disfrutando…
Estamos viviendo una época dura. Pero no es comparable a una guerra... La diferencia es que en este caso, el enemigo común es un virus, un enemigo invisible, contra el que no podemos manifestar físicamente nuestra rabia, ni nuestra impotencia, ni nuestra ira. Esto lo hace más difícil, pues nos provoca mas frustración aún, ya que esa bolita de pinchos microscópica nos ha robado súbitamente la salud y el sosiego y, en demasiadas ocasiones, la vida de seres queridos. A lo que se ha añadido una obligada distancia social y de movilidad para evitar un contagio masivo de duración incierta. Muy duro es esto. Pero no como una guerra… ¡Los ancianos si que sabían lo que fue la guerra...!
El trance que pasamos en estos días, algunos lo catalogan como selección natural. Otros piensan que el virus ha mutado por la mano de hombres desalmados y con intereses político-económicos oscuros por parte de algún país al que le interesa desestabilizar la concentración del poder mundial. Unos pocos elucubran que es una limpieza de ghetos raciales y de ancianos que consumen recursos. Otros lo atañen a una deficiencia inmunología provocada por campos electromagnéticos, derivados de la implantación del 5 G…
Probablemente,—sea cual sea su origen—, lo que si es cierto, es que esta pandemia ha puesto en evidencia que la globalización ha conllevado la sustitución, relevo y/o eliminación de muchas industrias básicas del país, cercanas a la población, como la alimentación, la confección y el tema que nos ocupa ahora, que es la sanidad.
Estas políticas globales, que ya vienen de lejos implantadas, nos han puesto en riesgo. Nos ponen en riesgo la lejanía del proveedor, la dificultad del control sobre el producto, el itinerario geográfico y los medios de transporte a utilizar, que chocan con el concepto global de "transporte sostenible"; el tiempo valioso en que se demora la llegada de los productos básicos, en una situación de emergencia, es crucial. Afortunadamente esto ha creado una alerta, una oportunidad, un punto de inflexión para que se produzca un cambio.
A raíz de esta crisis hemos visto que—aún—, existen empresas nacionales o radicadas en nuestro país, que pueden fabricar estos materiales de primera necesidad. Ojalá que continúe la tendencia en el ámbito sanitario y se extienda al alimentario, la confección, etc en esta época en que tanto necesitaremos dinamizar la economía y el empleo. Ojalá que todo esto perdure en nuestro memoria el tiempo suficiente para consolidar el cambio y no quede en la cuneta.
Por otra parte, pagamos ahora la factura de los despropósitos que comenzaron en nuestro país hace años, con los recortes sanitarios contra los que protestábamos en las puertas de los hospitales y en la calle, con las emblemáticas tijeras en pancartas y pins; protestábamos contra el cambio de modelo solapado a que estaban encauzando a la sanidad pública, a la que se obligó a resistir una precariedad en recursos materiales y humanos, que ha ido in crescendo, haciendo del personal sanitario, un escudo humano con el que hacer frente a la atención hospitalaria y ambulatoria a mínimos. Tampoco se libraron los hospitales privados con —aparentemente, mejores instalaciones—, pero con un personal con sueldos y recursos materiales, menores si cabe.
Esto ha provocado, desde entonces, una demora en las listas de espera para los especialistas, las pruebas necesarias para determinar un diagnóstico, intervenciones quirúrgicas, etc. y que ha supuesto la creación de una bola de nieve, que nos ha arrollado ante una emergencia sanitaria del calibre que estamos sufriendo. Poner al frente de los hospitales a directores y gerentes que manejaban los hospitales como un negocio—sustituyendo el concepto de paciente, por "cliente"—, es inadmisible, puesto que este enfoque desvirtúa la ética y profesionalidad en la cadena de mando, sujeta más a intereses de costes y gastos, que a la calidad en la atención sanitaria, a la velocidad que la población necesita. Cliente, puede ser un usuario de una clínica estética que quiere hacerse sus lícitos retoques. Un paciente es algo muy diferente. El enfoque económico del concepto de "gasto" ha distorsionado las prioridades de la atención hospitalaria, sobrecargando las Urgencias, por la demora de la atención del elenco de los especialistas, sumiendo a la atención primaria en visitas reiteradas y redundantes, que, — como un juego de pin-pon rebotan al paciente desde el Servicio de Urgencias al Médico de Familia—. La medicina preventiva adolece de muchas carencias aún y , junto al retraso en las pruebas diagnósticas, no puede impedir que se agraven las enfermedades en las personas que, lógicamente sin diagnóstico, no tienen tratamiento asignado aún. Y como siempre, acaban en Urgencias.
El estrés del personal sanitario es muy alto desde hace décadas. Aún así, han dado la talla en todas las situaciones en que se les ha requerido. Falta personal (médicos, enfermeras, auxiliares de enfermería, personal de refuerzo para situaciones de sobrecarga y en horas punta, celadores, técnicos de laboratorio, personal de limpieza, ) para cubrir bajas laborales y vacaciones. Faltan especialistas y médicos de familia… Falta material adecuado.
Faltan personas con vocación hipocrática gobernando los hospitales y que hayan estado arremangados al pie del cañón, en primera línea.
Por otra parte el llamado —Just In Time— , el servicio puntual y programado de fabricación y suministro de materiales, negociado por las empresas, les ha permitido destinar las superficies de almacenaje a otros menesteres o, prescindir de ellas y ahorrarse el coste y el mantenimiento de instalaciones, impuestos, etc. Pero esto resulta ser en el ámbito sanitario, un arma de doble filo cuyas consecuencias son muy relevantes—como ha ocurrido en esta alerta sanitaria—. El fallo en la fabricación y /o su puntual suministro, provoca la escasez de materiales imprescindibles, como ha ocurrido por ejemplo con los respiradores y las mascarillas, que venían de la conchinchina.
La competencia en un mundo globalizado es feroz ante necesidades vitales. Todo el mundo lo quiere ya. O para anteayer. No es viable que el suministro provenga de uno o dos países lejanos. Deslocalizar las empresas del país propio, para centralizar las compras en un país extranjero y distante, no tiene sentido que no sea el lucro de algunas empresas, o un interés político. Por ello el abastecimiento de materiales y productos básicos del país tendría que estar cercano, eso es una prioridad. Sería bueno que aprendiéramos de esta dolorosa experiencia.
Hace muchos años ya, que los hospitales disponían de almacenaje suficiente en el mismo edificio y eran más autónomos para con sus recursos básicos: esterilizando las gasas que se plegaban allí mismo, lavando sábanas y toallas, cocinando las comidas para los enfermos, de mejor manera. Hoy día todo esto lo traen de fuera de los hospitales. El furgón de la lavandería, el del catering, el de los materiales sanitarios, la limpieza, la seguridad… Los hospitales dependen cada vez más de empresas eternas, en detrimento de su autonomía y de la coordinación en el cuidado—integral— de los enfermos. La cercanía de los recursos es esencial cuando hablamos de la atención hospitalaria. Almacenar racionalmente tiene sus ventajas y permite cubrir el impás de tiempo en las situaciones de emergencia.
A propósito de la falta, o el recorte de materiales básicos se desarrolla la escena que comparto en el relato de hoy. La ficción está cargada de ironía, de indignación. Está enmarcado en una guerra cualquiera, en cualquier lugar del mundo y ambientado en épocas pasadas. Hace años que lo escribí. En las guerras hay carencias para unos, y privilegios para otros. En una guerra las prioridades cambian. En las guerras se embrutecen los individuos; es en ellas donde aparece lo mejor, o lo peor del ser humano. En demasiadas ocasiones, la ética y la humanidad se prostituyen en favor del interés, la estrategia militar y la obediencia , por los intereses políticos, mezclándose en una especie de revoltillo. De ahí el título del relato. También de ellas emergen héroes y aflora la solidaridad. El cine alberga numerosas y buenas películas que lo evidencian…
—¡Desalojen! ¡Todo el mundo fuera! —gritó un hombre uniformado, abriendo la puerta de par en par con brusquedad.
Súbitamente, una ráfaga de balas destrozó la
puerta acristalada, y las macetas que enmarcaban la fachada de la casa, donde hacía
unos instantes lucían unas frondosas plantasa las que cobijaban unos mamparos de madera noble labrada —que habían
constituido antaño el exquisito decorado de las paredes de aquel lujoso hotel—,
ahora yacían en el suelo, destrozadas por el impacto de las balas.
Un joven soldado empujó, a golpe de culata,
a una docena de personas que todavía permanecían de pie, aterrorizadas ante la salvaje
y súbita incursión de una avanzada del batallón Blood, cuyo mando recaía en el
mayor Lumbreras. Afuera, en la calle,
el estruendo de las bombas y el silbido de las balas no hicieron más que añadir
una sensación de caos insoportable. Los montones de cascotes y los edificios derruidos
se adivinaban entre la polvareda y el hedor reinante, que provenía de algunos
cadáveres que yacían bajo las montañas de escombros, a causa de otro bombardeo
que había tenido lugar hacía más de una semana. Por fortuna, habían dejado de sonar
las estridentes sirenas de las ambulancias que, sorteando las bombas, justo acababan
de estacionar en la calle, frente a la puerta.
De inmediato entró en aquel local un pelotón
de militares vociferando:
—Muévanse y dejen paso. ¡¡Ostias!!
—Pero… ¡Qué hijo de perra! ¡Eeehhh, tú! —gritó
un sargento, cogiendo rápidamente por la ropa a un escuálido hombre que estaba
cerca de la puerta—. ¿Estabas intentando escaparte?
—No, señor…
—Tú, vigila mejor —dijo a uno de los jóvenes
soldados, que sujetaba el fusil como si fuera un ramo de flores.
—Sí, señor.
—¡¡Espabila, soldado!! Que estos malnacidos
son capaces de quitarte el arma y matarnos a todos. ¡Como vuelva a ocurrir! —dijo
amenazándole con el mugriento dedo índice apuntando hacia sus ojos—, ¡te quedas
sin rancho y haciendo guardia hasta nueva orden! Quedas avisado.
Dicho esto, arrinconaron a los civiles en una
estancia contigua, en cuya puerta lucía un letrero «Salón Delicatessen». Entrarontres uniformados más —estos con ciertos espolones—, y, metralleta en ristre, dispararon algunas ráfagas al aire, para intimidar
a los rehenes.
—¡Dispararemos a todo el que intente salir
de este recinto! ¿Está claro?
Los soldados se repartieron por las estancias
del local en guardia, comprobando que no hubiera algún refugiado de las fuerzas
enemigas. Una vez tuvieron la certeza de que no había nadie, uno de los soldados
responsables gritó: — ¡Todo en orden, señor!
—Procedan, pues —dijo impasible el mayor, mientras
se desabrochaba el cuello del uniforme— y subía al piso de arriba para aposentarse,
acompañado por una voluptuosa joven, a la que le cogió el cigarrillo que estaba
fumando para darle un par de caladas, pero se manchó con el carmín que lucía la
joven, quien se apresuró a pasar su dedo por los labios del mayor, riendo.
Detrás de él subió su secretario —un tipo delgado
y repeinado con brillantina, que también hacía de porteador del equipaje del mandamás—.
Subió, pues, tras él, cargado con una maleta y una caja de víveres, de la que sobresalía
el cuello de una botella de un caro licor. En unos instantes, el local de la
planta baja se llenó de gente que iba y venía. Algunas ambulancias pasaron de
largo, llevando a los pacientes evacuados del hospital bombardeado hasta una
iglesia que todavía quedaba en pie, donde establecerían el hospital en el que
permanecerían los convalecientes hasta que pudieran ser llevados a un hospital
en condiciones, lejos del frente.
Un equipo de médicos y sanitarios —supervivientes
del hospital bombardeado— entraron con diligencia en el hotel, cargando con algunas
cajas de madera y con los maletines donde llevaban sus enseres básicos. Rápidamente
juntaron varias mesas en un reservado de la sala, y un hombre alto y moreno, que
llevaba una bata blanca sobre el uniforme y un fonendo colgado al cuello, le dijo
al joven y delgado soldado que custodiaba la puerta del salón de los rehenes:
—Vacía la encimera del aparador, ese que está
debajo del reloj de pared, justo al lado de las puertas de la cocina. Y deja las
jarras de agua, los manteles, las servilletas; y los vasos y los cubiertos que haya
en los cajones, también. Ponlo sobre el mármol de la cocina.
—¡A la orden, señor! —dijo el muchacho, muy
cohibido y nervioso—. Pero el mayor…
—¡Date prisa! Ya hablaré yo con él. Eres el
que está menos mugriento de los aquí presentes. ¿A qué esperas?
—¡Sí, señor! A la orden, mi capitán —dijo,
cuadrándose.
—A ver, tú —dijo a un soldado alto y fornido
que acababa de entrar por la puerta—. ¿Haces algo en este momento?
—Tengo fiebre, señor y venía a…
—¡Pamplinas! Bebe un poco de agua y tómate
una aspirina; y ve a custodiar a los rehenes. Cuando pueda atenderte ya te
relevarán.
—Sí, señor. A la orden, señor —dijo sin
rechistar.
En esos momentos, aprovechando el vaivén
de las puertas, se coló una de las enfermeras en la cocina. De inmediato encendió
el horno y cogió unas bandejas metálicas que había en la encimera. Unas eran
rectangulares y otras con forma de riñón. Y también cogió un par de bombonas
metálicas rejadas, que contenían las pocas gasas que les quedaban para
esterilizar.
—Tardaremos una hora o más en tener a punto
el instrumental —le dijo al capitán médico, que justo entraba detrás, siguiéndola,
como siempre, mientras la joven volcaba estrepitosamente el contenido de la caja
del instrumental que había cogido con anterioridad de la sala.
El capitán era un hombre dominante y mujeriego
que sabía manejarse bien con los mandos de la plana mayor. Su socarronería era conocida
por todos. Y era temido por casi todos los que estaban por debajo de su rango,
debido a sus violentos ataques de genio, pues cuando apretaba la mandíbula y sus
ojos negros parecían echar fuego, solía despacharse con puñetazos y patadas en la
mesa o en la puerta, como colofón a sus exigencias y despropósitos.
—Ponga especial cuidado con mi instrumental
nuevo, ese que tiene el mango de oro, que me lo regaló el comandante y está recién afilado. Es para
mí, o para los oficiales, si lo he de menester. Cuando esto acabe, voy a llevármelo a casa.
—¿Y eso? —preguntó Bárbara con extrañeza—.
¿A su casa?
—Quiero abrir una clínica en el centro de la
ciudad cuando vuelva. He solicitado una excedencia para cuando acabe todo esto,
Bárbara. Los altos mandos rumorean que este bombardeo ha sido el último y que se
firmará la paz en los próximos días. A ver si esta vez es verdad… Quiero reincorporarme
a la vida civil. Es el mejor momento.
—¿El mejor momento?
—Sí, claro. Hay infinidad de heridos y
mutilados de buena posición, oficiales y civiles que no repararán en gastos
para mejorar sus cicatrices y su apariencia —argumentó, jactándose de la fama que
había adquirido como cirujano en las altas esferas.
—Pero ese instrumental se ha comprado con
dinero del ejército, por muy regalo que sea —replicó Bárbara, visiblemente
indignada—. Yo también me entero de lo que se cuece en la plana mayor, ¿sabe?
—Pues no debería usted saber tanto, que algún
día puede tener algún contratiempo, hágame caso. Aunque no lo crea, le tengo mucho
aprecio, Bárbara, es usted una buena enfermera. —Y, mirándola de arriba a abajo
con un conocido brillo en los ojos, añadió—: Una mujer inteligente y guapa como
usted, si quisiera…
—No me regale los oídos. Y no. No quiero nada.
Usted y yo no nos parecemos en nada, ¡a Dios gracias! Es usted un buen cirujano,
pero no puedo hacer la vista gorda, capitán. Aquí no podemos atender a estos chicos
como se merecen, y ustedes están menospreciando sus vidas y despilfarrando el dinero
del contribuyente ¡por galones!
—No es para tanto, mujer. Todo el mundo
quiere vivir bien y despilf…
—¿Es música lo que se oye? —dijo Bárbara interrumpiéndolo
y acercándose a la puerta de la cocina con una mueca de desdén—. ¿Lo ve? Es
indignante.
—¿El qué? Ahhh, lo de arriba. Pues creo
que se lo están pasando bien. ¿De qué sirve el rango si no?
—Usted sabe, igual que yo, lo que ocurre.
Desde luego, en la suite se lo están pasando en grande. Y no reparán en gastos.
Nada que ver con lo que ocurre aquí abajo.
—¿Se da cuenta, Bárbara? Usted podría
vivir mejor si no fuera tan… ¿cómo decirlo sin que se ofenda? ¿Rígida? Si dejara
hacer y aceptara lo que podemos ofrecerle, viviría mucho mejor y podría disfrutar
de algunos favores. Yo mismo podría… —dijo, acercándose a ella por detrás,
intentando camelarla.
—Ni hablar. No me va a convencer. Es una
cuestión de principios, señor —dijo, apartándose de él.
—Como quiera. Lamento su decisión, Bárbara.
Y su actitud, pues pudiera llegar a oídos del comandante. La verdad que no
querría que…
—Pasooo… ¡Despejen la entrada! ¡Apártense! —gritó el soldado que custodiaba la puerta, mientras bajaban a algunos
heridos de una ambulancia que acababa de aparcar en la puerta.
El pulso que mantenían a viva voz la
enfermera y el capitán médico quedó interrumpido ante la entrada de una nueva tanda
de camillas, dejando a un chaval herido de gravedad sobre tres mesas de lo que había
sido el restaurante y que, a modo de mesa quirúrgica, el resto de enfermeras había
cubierto con blancos manteles, pues apenas quedaban tallas y había que
reservarlas para los más vulnerables.
El capitán médico y cirujano, el doctor Mondongo—al que llamaban así porque siempre andaba con las manos metidas en las entrañas
de alguien— era el capitán médico del batallón. Y además del mote, tenía fama de
malas pulgas.
Un joven soldado malherido, que pusieron
delante de él los camilleros, se quejaba a voz en grito. El capitán levantó los
jirones de ropa embarrados y ensangrentados del roto uniforme del chaval y observó
detenidamente aquella herida, por donde asomaba el paquete intestinal
agujereado, rezumando sangre a borbotones, y algunos otros fluidos y heces. Con
cierto desdén, hizo una mueca con la comisura de la boca. Luego cubrió la herida
con los mismos jirones y ordenó que lo pusieran en la sala de desahuciados, ante
las miradas sentenciosas del personal de enfermería y de los que aguantaban la camilla.
—¿Estáis dormidos o qué pasa?
—Señor, si nos permite....
—No permito nada. ¡Es una orden! ¡No podemos
gastar más tiempo y dinero en los que seguramente no tienen remedio! Ya se
verá… El mayor quiere gente que pueda ponerse de pie y combatir. O sea, que este
va a esperar en la otra sala, colocado con un poco de morfina, que lo mismo no hay
ni que operarlo dentro de un rato.
—A la orden —mascullaron entre dientes los
soldados camilleros, mientras que sus ojos brillantes se resistían a dejar escapar
la lágrima que bañaba tímidamente sus pestañas, pues el herido estaba
escuchando perfectamente su sentencia, y era su compañero de trincheras.
—¡A ver! He dicho que primero entren los que
tengan arreglo fácil, para que se incorporen cuanto antes a las filas. ¡¡No voy
a repetirlo!! —dijo con mal talante.
—A la orden, señor —repitieron sumisos, aunque
indignados.
—Traedme a esos dos —dijo, señalando a dos
soldados que estaban de pie y que sangraban a chorro.
Metieron pues al primero, que tenía la mejilla
estallada y un par de muelas a medio arrancar.
—¡Siéntate! Vaya, has tenido mucha suerte,
chaval. ¡Abre la boca! —dijo sin hacer pausa alguna—. Y tú, aguántalo bien para
que no meta las manos donde no debe —dijo al soldado que le ayudaba.
Casi de inmediato, le hizo una seña con la
cabeza al soldado que sujetaba al herido y, con unos alicates, de un tirón acabó
de arrancarle de cuajo las muelas.
—Ahhhhhhh —gritó el herido.
—¡Muerde esto! —ordenó con prisas el cirujano,
poniéndole un palo de madera en la boca para que no le mordiera a él, mientras cogía
con los dedos la misma gasa con la que había taponado los orificios de las
muelas por dentro hacía unos instantes. Con la misma torunda, taponó el agujero
de la mejilla, mientras le daba cuatro puntadas. Zurció y frunció aquella carne
estallada.
—Pero, señor… —dijo Bárbara.
—No tengo tiempo para bordados delicados —dijo,
mirándola de mala gana, mientras pintaba la herida con un antiséptico potente,
al que llamaban coloquialmente Matalotodo, que era el que utilizaba el ejército
por metros cúbicos; y le dio al chaval un botellín y una gasa para que la fuera
mojando y se diera unos enjuagues y unos toques internos durante una semana. Luego
sacó una aguja hipodérmica de metal y una jeringa de vidrio milimetrado de una cajita
metálica. Y le inyectó, con una expresión desagradable, un antibiótico potente en
el cachete del culo, pues las enfermeras estaban adecentando a los heridos, que
ya habían copado al completo el vestíbulo. Le fastidiaba enormemente hacer de pinchaculos.
—¡Siguiente! Tú, comotellames, quédate aquí que me tienes que ayudar un rato a
sujetar a estos —dijo al tímido soldado al que había amenazado hacía un rato.
Cogiéndose una mano con la otra, se acercó
quejándose un muchacho con la cara tiznada, que tenía un dedo colgando y que
sangraba profusamente.
—¡Has tenido suerte, chaval! ¿De dónde eres?
¡Sube la mano! Tú, aguántasela con fuerza.
—De Bu…
Raac, raac.
—¡¡Ayyy!! ¡Jodeeeeeer…!
Con las tijeras, el cirujano le cortó el dedo
que colgaba y lo tiró a un cubo que tenía bajo la mesa. Recortó con una especie
de alicate el hueso que sobresalía y el chaval se desmayó de puro dolor. Luego
hizo una tapa con el colgajo de piel sobrante y le echó un chorro de solución Matalotodo,
tras lo cual le puso una gota de cianocrilato de metilo en vez de suturarlo, para
tapar el boquete sangrante con aquel adhesivo rápido, mientras el soldado
sujetaba al chaval inconsciente, pues la anestesia era escasa y se reservaba
para heridas de mayor categoría.
—Sujétale la mano en alto unos minutos —dijo
secamente.
Luego, el cirujano se lavó con jabón y una solución desinfectante los guantes aún enfundados. Los secó y se los quitó, pues los había estado reutilizando en repetidas ocasiones. Y se lavó las manos… (….)
*****
Me costó escribir una escena de guerra. No me gustan las guerras. Ni las películas de guerras. No obstante, fueron mis deberes en la clase de escritura creativa cuando estudiaba. Recuerdo que pensé: ¡Hasta para escribir un relato o una novela, tienes que aprender a matar y familiarizarte con la violencia! Quien haya leído EntreTRENimientos sabe que no me extiendo en las escenas en que se den estos hechos, y suelo ceñirme a lo que está justificado por la trama. No soporto las películas en que las escenas violentas y los asesinatos, son un fin en sí mismos, para divertimento del espectador. ¿Divertirse viendo escenas violentas? ¡No puedo entenderlo! Quizás porque he convivido profesionalmente muchos años, diariamente con el sufrimiento de las personas y con la muerte...
La humanidad ganaría en calidad y en enfocar la vida de manera positiva cultivando las estrategias que conduzcan a La Paz. Al sosiego. Al diálogo y la negociación para solucionar los conflictos. Recuerdo una famosa frase promovida por los objetores de conciencia en los años setenta, que decía así: [ "Si quieres La Paz, no prepares la guerra"].
La semilla de una guerra se siembra expresa y periódicamente en el mundo—aquí o allá, donde resulte mas rentable, conveniente y fácil—. Bien sabido es, que de las guerras surgen nuevos ricos y que, los que ya lo eran, se afianzan. Y los que son pobres, no tienen nada que perder, que no sea su angustiosa vida. Es un negocio para unos pocos. Es triste y desolador que todos los despropósitos que concurren en una guerra, se argumenten y justifiquen en la territorialidad, la soberbia, el odio, el racismo, la prepotencia, los intereses, las alianzas y supuestas lealtades…—una sarta de excusas, mentiras y justificaciones— que, al final..., sea en el norte-sur, en el este ú Oeste, siempre se solucionan ..."con un puñado de dólares".
Para quitar un poco de hierro en la despedida de esta entrada, os dejo con una conocida pieza; "Por un puñado de dólares", del magnífico compositor Ennio Morricone. He preferido poner el vídeo de la orquesta, pues en él se pueden observar los instrumentos utilizados para esta famosa melodía, con la que enfatizo el párrafo anterior.
Afortunadamente también en las guerras y conflictos aflora del corazón, la empatía, la compasión, la solidaridad, el coraje y el compañerismo; el amor. Me quedo con ello.
"Los días van pasando, van pasando los meses, las flores y los pájaros han vuelto,y tu no vuelves…" (Gerardo Diego.)
Eso mismo pensamos refiriéndonos a la vida cotidiana que dejamos atrás. Seguimos confinados. Pero no queda otra que prorrogar la paciencia y sacar la creatividad de los rincones de nuestro cerebro, donde está adormecida por la apatía. Nada mejor que movernos, hacer algún tipo de ejercicio en casa. Quizás lo mejor sea bailar, ya que el espacio en el hogar suele ser reducido y la música tiene unos efectos beneficiosos y hay mil estilos de baile en los que solo necesitamos una o dos baldosas... El secreto está en escoger músicas adecuadas para cada momento, a un volumen idóneo.
¿A qué esperáis?
El fragmento del relato que hoy comparto con vosotros también lo amenizo con la música con que se anuncia el mismo en mi audiolibro de EntreTRENimientos. Una historia que retrata los giros con que nos sorprende la vida, cuando menos lo esperamos...
Puedes escuchar la música, mientras lees. O no. Tu eliges. (Imagen de Pixabay
Firefly. Quincas Moreira / Youtube music free library
—Niñaaas… ¿Todavía estáis en el baño? ¡Por
Dios, la de horas que lleváis ahí metidas!
En el cuarto de baño, Menchu y Daniela acababan
de hacerse un depilado brasileño. También se habían maquillado y colocado unas pestañas
postizas. La una a la otra se habían encrespado convenientemente el cabello, que
ahora cubrían con esmero con unos mechones planchados, recogiéndolos en un moño
de última generación, del que colgaban cuatro greñas californianas. El fino pincel
delineador, que manejaba Menchu con destreza, ya había pintado de negro los bordes
de los párpados de su amiga, que, acabados con forma de punta fina, pugnaban con
las perfiladas y enarcadas cejas por alcanzar las sienes. Menchu sacaba la lengua
de refilón hacia la comisura de los labios, con la boca entreabierta, y Daniela
—más neófita en estos menesteres— procuraba no mover los ojos, cuyas pestañas temblonas
más parecían unos abanicos que otra cosa.
—Estate quieta, ¡coño! —dijo Menchu con evidente
fastidio.
—Jolín. Si no me muevo. Es que te chocas con
las pestañas.
—¡Exagerada!
—¿Falta mucho?—dijo impaciente Daniela, ya que era su primera salida a la discoteca de
moda y su primera noche fuera de casa. ¡Toda la noche! Pues hoy había cumplido
los dieciocho años.
—Ya está. Te faltan los labios.
—Deja, que ya me los pinto yo. ¿Me has traído
los tejanos de Choni?
—Sííí, están encima de la cama… ¡pesada!
—Los de la talla treinta y dos… esos con agujeros
deshilachados.
—¡Que sí!
—¡Ah!, mira, pues me queda bien el rojo pasión
con brillo —dijo Daniela, mirándose al espejo.
Seguidamente, refregó los labios uno contra
el otro, y con un lápiz resiguió el contorno; luego abrió la boca y, estirando los
labios, enarcó las cejas, con esa pose tan característica de las que se
maquillan.
—Ahh.
Menchu, sentada en la tapa del váter, se puso
las espumillas entre los dedos de los pies para dar una segunda capa de esmalte
turquesa a sus uñas, y le dijo:
—Ve poniéndote los tejanos, que Fonsi me llamará
de un momento a otro.
—¿Estoy bien? ¿Crees que le gustará? Me he
puesto los guanderbrá. ¿Se nota? —dijo
con cierta preocupación por si nodaba la talla.
—Pues claro, nena. Ahora se te ven un poco
más… ¿cómo diría?.... ¡busconas!, eso es, ja, ja. Anda, quítate la toallita de las
axilas y déjate caer el top por el hombro derecho, así, como torcido. Es lo que
se lleva. A ver… ¡vale!, así. ¡Estás muy guay! ¡Qué fashion, nena! —dijo su amiga entusiasmada.
—¡Menos mal que has venido pronto! Estoy
supermeganerviosa. ¡Gracias, chumina! Muaaks —le dijo, poniendo morritos, mientras
se pulverizaba por todo el cuerpo con el último perfume del Kavim Kain para woman.
—¡Mamaaá! Ayúdanos, que no me entran los tejanos.
—Ya te dije que necesitabas la treinta y
cuatro —dijo su madre, añadiendo—: pero ¡qué tozuda eres!
—¡Qué va! Anda, estira tú por este lado… ¡Aaaarrg!
—Que no te entra, Daniela…
—¡Menchuuuu, ven!, que solas no podemos.
—¡Voy p’allá!
—dijo su amiga, contoneándose como un pato, pues andaba con los talones para no
estropearse el esmalte de las uñas de los pies. Y, de paso, cogió un gel lubricante
que llevaba en su bolsa.
—¿Qué haces?
—Anda, trae. Bájate el pantalón y déjame a
mí.
Dicho esto, Menchu le pringó los muslos, las
caderas, las nalgas y la barriga con el lubricante, que era de sabor fresa. Seguidamente,
le dijo:
—No respires y esconde la barriga.
Entre la madre de Daniela y Menchu consiguieron
subirle los pantalones pitillo.
—¿Ves? Ji, ji, ji. Ahora todavía se te ve más
el pecho —dijo Menchu, riendo satisfecha, pero sin cerrar los ojos, ya que tuvo
que hacer una grotesca mueca para que no se le corriera el rímel, pues se había
puesto tanto que todavía no se había secado.
—Uff —casi que no puedo respirar —dijo Daniela
con una voz entrecortada.
—Tranquila, dentro de un rato se te ensancharán.
—Lo que hay que ver, hija. ¡Si tu abuela levantara
la cabeza! —dijo su madre, moviendo la cabeza con desaprobación—. Anda daos prisa,
que mejor que tu padre no te vea así —dijo entre dientes la madre, meneando la cabeza
con cierta inquietud, mientras rezaba porque su marido llegara tarde. La que se
iba a liar… ¡Sería gorda!
Menchu se calzó unos zapatos rojos de plataforma
altísimos. Haciendo equilibrios, se miró al espejo del recibidor, donde la esperaba
su amiga, que llevaba los mismos zapatos, pero en azul eléctrico, y que también
estaba ya arreglada. Entonces, Daniela se colgó unos pendientes de aro con cadenitas
colgantes en color fucsia, cogió su bolso de Lakahgolin Eguéga y una cazadora punk
de cuero negro con chapitas plateadas y azul eléctrico, de formas desiguales.
—¡Mamaaá! ¿Me das suelto?—pidió Daniela a su madre—. Anda, que
tenemos prisa —añadió muy nerviosa—. Volveremos tarde. Quita la llave de la puerta,
no vaya a pasar como la otra noche —dijo, recordándole los vericuetos que
pasaron para que no se despertara su padre.
—Descuida, hija. ¿Adónde vais al final?
—Nos han invitado Quiko y Fonsi a una fiesta.
Dicen que es en el polígono El Mogollón, creo que en el pub Esquizo’s tripper. En
las afueras de Peñazo.
—Pasadlo bien y vigilad, ¿eh? ¡Que hay
mucho peligro por ahí! Porque vais tú y tu novio, Menchu, que se le ve muy
formal, que si no…—dijo la madre sin que le llegara la ropa al cuerpo—. Y no vengáis
demasiado tarde, que el lunes tenéis examen de diseño. Mañana tendríais que estudiar.
—Descuide, Dulce, se la traeremos entera. El
domingo clavamos codos. Un sobresaliente vamos a sacar —dijo riendo Menchu—. Adiós.
—Andad con cuidado, que hay mucho malaje suelto.
Y no corráis con el coche.
—Adiós, mamá. Que ya me lo has dichooo tropezientas veces.
—Y vigila tu vaso niña, que la droga… —advirtió
la madre, intentando enumerar todos los peligros habidos y por haber…
—Que sí, mamaaaá —dijo Daniela con una
cantinela—. ¡No me rayes! —expresó con su habitual tono de estar harta mientras
cerraba la puerta con ganas.
—Menchu… ¿Has cogido los Putex?
—Claro. ¿Y tú?
—Llevo uno.
—¿Sólo uno? Pues te podías haber quitado las
uñas de porcelana, que resultaría más seguro. Ya te digo. Cuando no tienes experiencia,
has de extremar las precauciones. Anda, coge este otro y ándate con cuidado con
esas cosas. Siempre hay que llevar al menos uno de repuesto.
—Ya. Ya tendré cuidado.
—Bueno, entonces te recogemos Quico y yo a
la salida del Stripper, ¿o qué?
—Mejor dame un toque con el wtsp cuando volváis de todas maneras,
por si no hay cobertura o me quedo sin batería; quedamos sobre las seis en la puerta
de mi casa —dijo Daniela.
—Mira, ahí tienes a tu Fonsi. ¿Ahora tiene
un Mini vintage?
—Se ve que sí. No sabía. Chao, Menchu. Pasadlo
bien.
—¿No lo ves que sí? Agárrate, ¡que vas a ver
lo bien que tira! Quiero ponerle un alerón y unos asientos de piel roja, y un equipo
de música conectado a unos neones.
—¡Mooola! ¡Qué Guay!
—Pero tunearlo me costará una pasta. Y
tengo que acabar de pagarlo todavía. O sea que a pocas fiestas voy a ir.
—¡Qué chulo quedará! ¡Ostia, parece que esté
sentada en el suelo! Pero, ¡no corras tanto, Fonsi!
Unos cuantos kilómetros después, en el arcén
de la carretera, el Mini se había empotrado contra la mediana, y, aunque sus ocupantes
salieron ilesos, el coche ardía en medio de una columna de humo imponente. Fonsi
despotricaba, dándole puntapiés a un árbol cercano y gritando:
—¡Maldita sea! ¡Mierda, mierda y mierda!
En eso llegaron los bomberos, que echaron un
buen chorro de espuma sobre aquel pequeño montón de chatarra, y le dijeron:
—Ahora viene la policía a hacer el atestado.
La grúa no tardará. Dad gracias que habéis salido a tiempo del coche, chavales.
—Pues sí—dijo Fonsi, sin acabar de creer lo
que le acababa de pasar, contemplando el coche carbonizado.
Daniela daba vueltas sin parar, sollozando
asustada, diciendo en voz alta:
—Pues a mí, mi padre me mata. A ver cómo le
explico yo que íbamos a Peñazo a estas horas. Si no me deja ni salir del barrio.
¿Cuánto has dicho que tardaremos en irnos? Tengo que estar a las seis en la puerta
de mi casa.
—¿Solo te preocupa eso? ¡Pues vete con
viento fresco! Yo tengo para un rato. Maldita sea, si no te hubieras empeñado en
venir a Peñazo, a lo mejor… ¡Me he quedado sin coche! —repetía el chaval
desconsolado—. ¡Y me quedan dos años para acabar de pagarlo! ¡Mierda, mierda y mierda!
—No, si encima tendré yo la culpa de que conduzcas
como un loco… ¡Idiota! Nos podíamos haber matado.
Los dos jóvenes se enzarzaron en una
discusión hasta que se interpuso uno de los bomberos, justo cuando Daniela tiraba
el bolso contra el suelo; luego pisó en un agujero del arcén, y el tacón de uno
de sus zapatos se quedó clavado allí y se rompió.
—¡Chicos, chicos! Eh, lo importante es que
estáis bien.
Nino… ninoo… ninooo…
Iuuu, iuuuu, iuuuuu
Un soberbio alboroto de sirenas anunció la
llegada de una ambulancia y del coche de la policía. Comprobaron que los jóvenes
no tenían daño ninguno; la prueba del alcohol y de drogas dio negativo. Más que
nada, porque a Fonsi no le había dado tiempo a fumarse un canutillo todavía. Y la
ambulancia regresó de vacío, afortunadamente. Al instante llegó la grúa. Daniela
estaba muy nerviosa, y Fonsi y ella no paraban de discutir. Él, hablando del
coche y ella de la bronca de su padre. Como estaban enconados, Daniela decidió abrirse
de aquel marrón y se puso a hacer auto-stop. Al poco, paró un coche de alta gama,
a una distancia prudencial del siniestro, cuyo conductor —un elegante joven vestido
con ropas caras y con ademanes muy educados—, preguntó a Daniela:
—Hola, buenas noches, ¿puedo ayudaros en algo?
—Pues sí, querría irme de aquí lo antes posible—
dijo sollozando Daniela, con un aspecto deplorable, pues andaba coja a causa del
tacón roto, despeinada y con la cara tiznada a causa del rímel que se había
corrido con las lágrimas.
Se acercó de inmediato uno de los policías
y le dijo a la muchacha:
—Ya te acercamos nosotros a tu casa, no te
preocupes.
—¿Qué no me preocupe? ¿Sabe usted lo que pasará
si me lleva la policía a casa? ¡Ni se lo imagina! ¡Usted no conoce a mi padre! Y
a mi madre la mato del susto… No, señor.
—Voy hacia el aeropuerto, si vive cerca de
mi trayecto puedo acercarla yo.
—Sería mejor que no te fueras —argumentó
el policía.
—Ya he cumplido los dieciocho, o sea que
soy mayor de edad, ¿no? —dijo, mostrándole el carnet de identidad al agente. Pues
prefiero irme con él —dijo señalando a Alan, que esperaba pacientemente en su
coche, mientras observaba a Fonsi, que estaba pendiente de lo que quedaba de su
coche, atendía mil y una llamadas de teléfono… ( …)
*****
¿Que nos deparará la vida? ¿¡Quien lo sabe!? ¡Por el momento, a bailar! Os dejo con una canción muy pegajosa de Alaska y los Dinarama, para que os ayude a marcar el paso.